El amor consiste en dar frutos. Imposible un amor que no dé frutos, pues si así sucediera estaría diciendo que no es verdadero amor. Ocurre que, en muchas circunstancias, no se ve siempre rápidamente o se esconde a los ojos de muchos, pero cuando el amor está presente, es correspondido y produce frutos.
No puede ser de otra manera. La prueba más grande del Amor nos la da nuestro Señor Jesús. Él se ha hecho Hombre como nosotros. Ha tomado nuestra misma naturaleza humana, sin dejar la Divina, para parecerse en todo a nosotros menos en el pecado. Y ha padecido nuestra incomprensión, nuestras torpezas y debilidades pagando con su muerte por nuestros pecados. No se puede amar más.
Y ante el aparente abandono de casi todos, menos de su Madre y algunos discípulos, ese amor entregado sin condiciones y en plena libertad, florece en ingente cantidad de frutos. Porque el amor se apoya en la verdad y la justicia. Cuando se ama, se busca el bien de la persona amada. Y el bien pasa por decirle la verdad y hacerle justicia. Por eso, quien ama entrega su vida.
La medida de nuestro amor tiene una clara y evidente medida, los frutos. Hoy el Evangelio nos descubre que si nuestro amor no da frutos será arrojado al fuego eterno. Porque el árbol que no da frutos se seca y solo sirve para ser quemado.
Pidamos al Señor que nuestro amor sea fecundo y que demos los frutos que se esperan de cada uno de nosotros. Es verdad que no podemos dar frutos de cualquier manera. Corresponde a nuestro propio esfuerzo preocuparnos por abonar nuestra propia tierra, echarle el estiércol bueno y necesario mezclado con la tierra, y regado con el agua de la Gracia.
Danos, Señor, la paciencia, la voluntad y fuerzas para dejarnos cultivar por la acción del Espíritu Santo, y abrirnos a su Gracia para que nuestros frutos sean la consecuencia de responder a su acción. Amén.
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