No me cansaré, o mejor, no debo de cansarme, porque todos los días de mi vida necesito crecer en la fe. Porque nunca alcanzaré en este mundo a verte tan claramente hasta que llegue a tu presencia. Siempre estaré inquieto, Señor, como dijo san Agustín, hasta descansar en Ti.
Por eso, Señor, necesito pedirte cada día que aumentes mi fe. Hoy, en el Evangelio, te lo han pedido los apóstoles, que estaban a tu lado y presenciaban tu vida y tus milagros, y, sin embargo, experimentaban la necesidad de la fe. ¿Qué queda para mí, un pobre pecador sometido a las fuertes tentaciones de este mundo? Sí, verdaderamente necesito que cada día aumentes un poco mi fe, porque si se queda parada, me estanco y me muero. Una fe muerta se empobrece y tiende a desaparecer.
Por eso necesitamos la oración de cada día. Una oración que sea activa, viva y contemplativa. Una oración que baje a la vida y se mueva en ella con la mirada puesta en Ti. Una oración que desemboque en tu estilo de Vida y que se esfuerce en vivirla desde tu Palabra y tu referencia. Una oración que incida en la vida y que la resuelva desde tu pensamiento y actitudes. Una oración que se haga amor en cada instante de su vida.
Pero, también, una Palabra que nos hable y que tengamos la paciencia y la atención de escucharla, no simplemente oírla. Sólo así iremos creciendo, por la Gracia de Dios, en la fe. Porque apartarnos de la Palabra y la oración es darle al mundo, el demonio y la carne la oportunidad de aniquilarnos poco a poco sin darnos a penas cuenta. El mundo hedonista en el que estamos inmersos encierra muchos peligros y sin la oración, los sacramentos, la Palabra y la Eucaristía quedamos a merced del demonio.
Por eso, aprovechemos este humilde espacio de oración para, unidos, elevar nuestra súplica al Señor para que, como los apóstoles, nos aumente nuestra fe. Amén.
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