Sin darnos cuenta, corriendo deprisa y sin saber exactamente el recorrido de nuestra vida, pensamos en esconder todas nuestras faltas, y disimular nuestros pecados. Nos importa quedar bien para conseguir lo que nos hemos propuesto. Ni siquiera descubrimos que los afanes por conseguir cosas no tienen mucho sentido, porque las cosas desaparecen, son caducas.
Hoy, si nos paramos y pensamos, recordamos todas las cosas que hemos tenidos, ¿y de qué nos han servido? Sí, posiblemente nos han sido útiles, pero, ¿tanto afán era necesario? ¿Tanto valor significaban esas cosas que me enfrentó con mi familia? Y podemos, reflexionando, tirar de nuestra propia manta.
Todo saldrá a la luz y toda se conocerá. Eso tiene sentido y es lógico. La mentira tiene sus días contados, y con ella el engaño. La verdad descubrirá todo lo que se esconda en la mentira. Por lo tanto, las apariencias sirven de poco y el no reconocernos como somos servirá aun menos. Vivir en la altivez y la suficiencia, creyéndote mejor que otros es vivir auto engañado.
Todos tenemos defectos, cometemos errores y pecamos. Somos esclavos del egoísmo y del error, pero también del orgullo y la soberbia. Y nos cuesta abajarnos con humildad. La parábola del fariseo y publicano es una muestra y retrato de como somos realmente. Nuestro Señor Jesús, el Hermano Mayor, nos conoce y nos retrata. Y nos aconseja que, sólo con humildad, seremos capaces de alcanzar la Misericordia del Padre.
Pidamos, pues, ser humildes y capaces por tanto de postrarnos, como aquel publicano, ante el Señor, y pedirle, con todo nuestro corazón y avergonzados de nuestras miserias, su perdón. Pedirle su compasión porque nos reconocemos pecadores. Amén.
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