El mundo está rodeado de peligros. Cuando vemos los documentales de la selva y la vida de los animales, en la que impera la ley del más fuerte, experimentamos lo difícil que es mantenerse vivo y subsistir en esas circunstancias. Unos se devoran a otros formando un equilibrio alimenticio y necesario para que haya vida. Y pensamos que nosotros estamos excluidos de esa cadena y somos seres aparte. Y pensamos bien.
Somos las criaturas de Dios por excelencia. Creadas a su imagen y semejanza, y destinada a vivir a su lado, por amor, para la eternidad. Pero, no cabe duda que, el corazón del hombre, inclinado al mal por el pecado, se degenera y origina peligro de muerte. Y un peligro que amenaza y esclaviza hasta matar.
El hombre se convierte en la mayor amenaza, tanto para los animales como para el planeta. Y una amenaza sin límites, que, sin darse cuenta, se convierte en su propia muerte y se destruye a sí mismo. Somos nuestros mayores peligros y nuestra mayor amenaza. Necesitamos cambiar nuestro corazón. No sólo para salvarnos nosotros, sino también para dejarles un mundo habitable y en condiciones a nuestros descendientes. Y eso, que nos puede parecer factible y al alcance de la mano, no lo podremos conseguir sin levantar la mirada al Creador, nuestro Padre Dios, y abandonarnos a su Gracia y Misericordia.
Reconocernos pecadores y cultivadores de malos frutos, es el primer paso para que nuestro cosecha empiece a mejorar y a producir buenos frutos. Pidamos al Señor que nos de la sabiduría de mirar para dentro, para el interior de nuestros corazones, y pongámoslo en sus Manos, a fin de que en Él sean convertidos en buenos y hermosos frutos. Amén.
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