Hay mucha gente que hacen buenas obras y que son exaltadas y recordadas. Incluso, nuestros parques y plazas representas estatuas y esculturas que le dedican recuerdos gloriosos. Son bienhechores de la sociedad, pero todo acaba ahí. Se han proclamados en filántropos reconocidos, y, como tal, la sociedad les ha elevado glorioso recuerdo en lugares públicos para que se conozcan y se les recuerde.
Digamos que han recibido su premio por su bien hacer y obrar. y, en eso se queda todo. Sus buenas obras les han sido pagadas. ¿Nada más pueden esperar? Esa es la diferencia entre el bien obrar por tu cuenta y para tu ego personal, o, hacerlo para gloria de Dios. La diferencia es la fe.
Llenamos nuestras vidas de tradiciones y costumbres que, siendo buenas e importantes, no son fundamentales, y menos leyes. Lo fundamental es el amor, empezando por Dios y continuando por el prójimo. Lo demás tendrá su lugar y su sitio, pero sin carácter de valor ni de imprescindible. Lo exterior tiene su sitio y siendo bonito y bueno tenerlo limpio, lo verdaderamente importante es lo de dentro, lo que sale realmente del corazón. Esa es la lección que el Señor nos da en el Evangelio de hoy.
Pidamos es buena intención de ser limpio, puro y justo, y de que nuestra vida sea coherente con la sustancia verdaderamente importante, es decir, con el amor. No se trata de llenar la vida de normas y cumplimientos que tratan de esconder nuestro compromiso con la verdad y la justicia, y aparentar lo que realmente no estamos dispuesto a ser.
Pidamos ser comprensivos y, sobre todo, misericordiosos como el Padre es Misericordioso con cada uno de nosotros. Pidamos sostener nuestro interior en la verdad y la justicia y que lo exterior sea reflejos de lo interior, sin oscuridades y ocultamientos. Pidamos vivir en la coherencia y dejarnos dirigir por la acción del Espíritu Santo. Amén.
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