No es fácil perdonar. Es el caballo de batalla cada día porque todos estamos necesitados de perdón. Reconocer y confesar que somos pecadores conlleva necesariamente la necesidad de ser perdonados. Unas veces por distracción, otras por nuestra causa y otras por terceros, nuestras vidas está cargadas de errores y faltas de las que imploramos ser comprendidos y perdona- dos.
El perdón es algo consustancial a nuestra propia realidad. Nacemos ya en pecado y es con el bautismo con el que nos limpiamos por primera vez. Es nuestro nuevo nacimiento -Jn 3, 1-21- por el que quedamos incorporados a Cristo e hijos de Dios. Gozamos de la misma Vida de Cristo y sólo perdemos esa confesión con el pecado. Al que somos proclive a cometer.
Por eso necesitamos perdón y asistencia divina. Es la misión del Espíritu Santo que nos acompaña y nos auxilia para fortalecernos en la lucha diaria contra las seducciones y tentaciones del mundo que nos presenta el demonio. Y, tanto necesitamos el perdón, por y la Misericordia de Dios, que también nosotros ofrecer nuestro perdón y nuestra misericordia. Porque, para ser perdonados necesitamos nosotros perdonar.
Esa es la medida. Seremos perdonados en cuanto nosotros también perdonemos. O dicho de otra forma, mis pecados serán perdonados si yo también perdono los pecados de los otros. Y todos los pecados, porque si dejo uno ese tampoco me será perdonado a mí. La parábola que hoy nos presenta el Evangelio nos lo deja meridianamente claro.
Aprovechamos, Señor, para pedirte paz, sabiduría y fortaleza con el objetivo de saber, con serenidad y sosiego, cuándo y cómo tenemos que perdonar y cuándo y cómo soportar con fortaleza y paciencia las embestidas de aquellos a los que tenemos que ofrecer nuestro perdón. Danos, Señor, la Gracia y la paciencia divina para perdonar como Tú nos perdonas a cada uno de nosotros. Amén.
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