A nosotros ahora no parece que nos admire la Palabra de Dios. Hemos perdido esa espontaneidad y esa admiración. Quizás, la hemos oído tantas veces que hasta nos suena muy repetida y cansina. Hemos terminado por hacerla rutinaria e incluso en las Eucaristía podemos pensar, ¡vaya, otra ves el hijo pródigo! ¿Nos puede estar pasando algo de eso?
Sin embargo, es el mismo Jesús quien nos habla. El mismo Jesús que les habló a aquellos judíos, a los fariseos y a los escribas de su tiempo. ¿Qué nos está pasando? Esa es la pregunta que nos hacemos hoy. ¿Acaso estoy muerto? ¿O no produce ningún efecto la Palabra en mi corazón? ¿No me llega? ¿O hay otras razones?
¿Dónde está mi fe? ¿La he perdido o está dormida? Ante tantos interrogantes, lo primero que creo debemos hacer es estar tranquilos y serenos. Dios no nos ha abandonado y sabe de nuestros problemas y frialdad. No perdamos la paz y, serenos y confiados, tengamos paciencia, no dejemos de caminar a su lado y perseveremos en paz. El Espíritu Santo nos irá fortaleciendo y dándonos luz para que podamos ir entendiendo y sintiendo esa Palabra de Jesús dentro de nosotros.
Pidamos esa luz y esa capacidad de admiración y no perdamos nunca la fe. Porque, precisamente, esas son las pruebas que certifican y demuestran que tenemos fe. La fe se descubre cuando en la adversidad tú apuestas por el que crees perdido. El silencio de Dios está a nuestro lado paciente y espera de nosotros una respuesta que certificará que creemos en Él. Amén.
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