Nuestras vidas eclesiales están llenas de proyectos, de planes pastorales y de estrategias que buscan como tener éxito en las proclamaciones del Evangelio. Al menos, si no es así, lo parece. Todo está en función de que guste y atraiga. Posiblemente, pienso que estemos algo equivocado. Y digo algo, porque pienso que alguna forma hay que hacer para organizarnos y presentarnos, pero quizás nos pasamos de rosca y miramos mucho las presentaciones y métodos descuidando lo verdaderamente importante, la vida y el amor cargado de buenas intenciones.
Es la vida, en mi modesta opinión, la que debemos cargar de todo el amor de nuestro Padre Dios abriéndonos a la acción del Espíritu Santo y poniéndola, en su acontecer de cada día, como el plan y la estrategia principal de nuestro proyecto de amor. Porque, ese debe ser nuestro único y verdadero proyecto, amar, amar y amar.
Y, pronto descubrimos, como hacía Jesús, que necesitamos relacionarnos con el Padre y estar en continua intimidad con Él. Es decir, espacios de silencio y oración para, desde la acción del Espíritu Santo proclamar la Palabra con nuestra vida y obras. No tanto con sermones y sí con obras y testimonio. Y, es verdad, ahí fallamos todos, y yo primero y más que nadie. Y eso nos descubre la necesidad de la humildad. Nuestras propias carencias nos ayudan a descubrir lo que nos hace falta, mucha paciencia, humildad y sobre todo, confianza y fe en el Señor. Todo llegará a su tiempo.
Por eso, en este pequeño espacio de intento humilde de oración, pidamos al Padre que transforme nuestro corazón atiborrado de tentaciones, seducciones, apetencias y cosas de este mundo que nos impide ser transparentes, mostrar nuestras buenas intenciones y proclama la Palabra desde la vida y nuestras buenas obras. Amén.
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