La lejanía no tiene mayor importancia ni es obstáculo para que Jesús actúe. Su Poder está por encima de todo y a Él obedece todo lo creado. Se supone, ante las palabras del aquel centurión, que tenía claro ante quien estaba. Confiaba ciegamente en la autoridad de Jesús y en su Poder para sanar a su siervo desde donde quiere que estuviese.
No se considera digno de ir en su presencia. Es pagano y su humildad le hace experimentarse indigno de recibir su visita y su acción. También nosotros repetimos esas palabras hoy en cada Eucaristía, porque no somos dignos de tanta misericordia del Señor. Sin embargo, esa es la diferencia, el centurión, a través del contenido y acción de sus palabras y hechos, manifiesta una confianza y una fe ciega y firme en el Poder de Jesús: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y quede sano mi criado. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace».
¿Cómo tener esa fe, Señor? Me doy cuenta que, a pesar de que quiero no depende de mí. Necesito tu Gracia y, aunque como el centurión no soy digno de que me atiendas, de que me escuches, de que me cures y de que me des la fe, yo, Señor, a pesar de todo eso te la pido. Porque no tengo otra oportunidad sino aprovechar la vida que me has regalado para insistir y acogerme a tu Misericordia.
Y una vez más, desde este humilde rincón de oración, unidos a todos los que pasan por aquí y se unen en súplicas y peticiones, insistimos en rogarte, Señor, que nos aumentes nuestra fe y nos des la sabiduría, paz y fortaleza para vivir tu Palabra con fe y obras que la respalden. Amén.
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