No cabe duda que la palabra viene en decadencia galopante. Al menos, los de mi generación, recordamos cuando la palabra tenía un valor sagrado. Dada la palabra no había más alternativa. Se sabía que esa palabra tenía verdadero cumplimiento y, de una manera coloquial se decía, "esa palabra va a misa". Tender la mano y, como garantía de la palabra dada, estrecharla con el otro, sellaba de manera formal y segura el trato convenido.
Hoy la decandencia ha sido imparable. Ya no hay confianza en esa palabra que el hombre da e incluso, los contratos tienen hasta cierto punto el riesgo de no ser cumplidos. Hay mucha demagogia y muchas artimañas para deshacer lo que ayer se había acordado y reseñado en un contrato. La ley se utiliza para destruir en lugar de construir, y, donde dice digo se entiende otra cosa. El lenguage se tergiversa y se utiliza en provecho propio de acuerdo con mis intereses. Y eso es lo que, al parecer, prima.
Ante toda esta barbarie, la palabra del creyente que inaugura el Reino de Dios, se erige como verdad sincera, honrada, justa que basta por sí misma. Es una palabra que tiene verdadera correspondencia, desde los labios, por donde se da a conocer, hasta el corazón donde realmente nace. Un sí o un no basta por sí mismo para dar garantía de verdad de la palabra. Porque, la vida de un creyente debe ser testimonio de la verdad y reflejo de lo que vive en su corazón.
Un corazón que sigue el Camino, la Verdad y la Vida con lo que se identifica Jesús y a quien seguimos todos los cristianos para, injertados y fortalecidos en Él, seamos bien reflejo de ese Camino, de esa Verdad y de esa Vida. Y pidamos que nuestra verdad sea siempre iluminada en la única Verdad que, en la hora de nuestro bautismo, mora en nosotros. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario