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No podrás librarte del pecado porque mora dentro de ti. Has nacido con él, heredado de nuestros primeros padres, y sólo quedarás limpio con tu bautismo. De ahí la gran importancia de bautizarnos porque, con él, recuperamos la dignidad de ser hijos de Dios y quedar limpio de todo pecado. Pero, eso no nos asegura que no volvamos a caer en él. Eso significa que empieza la lucha que durará toda nuestra vida.
Por tanto, la sombra del pecado nos seguirá en nuestro camino. Está ahí y siempre tentándonos hasta conseguir que flaqueemos y, entrando en nosotros, vuelva a asentarse en nuestro corazón. No es lo más importante el hecho de consumarlo sino de quererlo, desearlo y consentirlo libremente. De tal forma que ese deseo y libre voluntad es lo que va a determinar en último momento la culpabilidad del mismo. Porque, se puede haber cometido pero, quizás presionado, ignorándolo o no de forma consciente. En esos posibles sucesos quedamos eximidos de culpa.
Lo que no nos libra y nos señala como culpables es la aceptación libre y voluntaria del deseo concupiscente de la pasión con la mujer de otro. La proposición deshonesta o deseada, sin tener en cuenta el vínculo sacramental propio o del otro u otra, es la causa principal del pecado. Tenga o no concreción. Y ese deseo o tentación van a estar siempre e irremediablemente presente en nuestros corazones. La única manera de combatirlos será la oración y la perseverancia en, asidos al Espíritu Santo, fortalecernos para rechazarlas y no dejarlas asentar en nuestros corazones.
Pidamos esa Gracia y esa voluntad para sostenernos siempre firmes en nuestra voluntad de ser fieles a nuestro compromiso de bautismo y de matrimonio y, por la Gracia de Dios, poder combatir y superar esas tentaciones con nuestra lucha de cada día. Amén.
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