Todos queremos que Dios nos perdone y que también los demás lo hagan, sobre todo cuando se trata de nosotros personalmente. Sin embargo, debemos reconocer que cuando se trata de que yo tenga que perdonar, la situación cambia y es diferente. Y es que en la medida de mi perdón así también será mi salvación. Es decir, mi salvación descansa en la medida de mi perdón. Y eso no es palabra de nadie, sino que es Palabra de Dios: ...y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal’. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».
Sabemos, por experiencia, que perdonar no es lo mismo que ser perdonado. Si lo segundo no nos supone gran dificultad, lo primero presenta mucha. Y es que el perdón exige humildad, porque la misericordia está impregnada de humildad. Ser misericordioso para dar el perdón me exige abajarme a la dignidad del otro y aceptarle su petición de misericorida. Y, desde nuestra razón humana eso nos es imposible. Necesito mirar al Señor y experimentar como Él me perdona, para, desde esa mirada, yo, por su Gracia, alcanzar también la Gracia de su Misericordia y poder perdonar.
Por eso, Señor, consciente de que por mi propia capacidad misericordiosa no puedo llegar a perdonar las ofensas recibidas, te pido, Señor, con todas mis fuerzas que me des la capacidad de ser misericordioso y perdonar todas las ofensas recibidas. Amén.
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