Si hay algo cierto es que llegará la hora. La hora que tendremos que partir. Pero no sabemos cuándo, ni dónde ni cómo. Sólo sabemos que llegará. El sentido común y la buena lógica nos advierten que tenemos que estar vigilantes, porque no sabemos cuando seremos sorprendidos. Posiblemente cuando llegue ese momento nos cogerán tal y como estamos. No habrá tiempo para más.
Y esa es la explicación que voy descubriendo en aquellas personas que llegado el anuncio de la proximidad de su hora, se quedan sin reacción. Al menos no parecen reaccionar sino resignarse tristemente. ¡Caramba, si estamos llamados al gozo y a la vida eterna! ¿Es qué no nos damos cuenta? ¿No leemos el Evangelio?
Hoy Jesús nos dice eso: (Lc 12,35-38): En aquel tiempo, Jesús dijo a
sus discípulos: «Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas,
y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para
que, en cuanto llegue y llame, al instante le abran. Dichosos los
siervos, que el señor al venir encuentre despiertos: yo os aseguro que
se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les
servirá. Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los
encuentra así, ¡dichosos de ellos!».
Tendremos que mirar el parte meteorológico, no cabe duda, pero mucho más importante y vital es estar atentos y preparados para cuando nos llegue la hora en la que seremos llamados a la presencia de Dios. Es esa hora cuando tendremos que responder de nuestra actitud de amor con los demás.
Porque sólo en el atardecer de nuestra vida seremos juzgados del amor con el que hayamos vividos. Pidamos al Señor que nos llene de fortaleza, luz y misericordia para que nuestra vida irradia amor por los cuatro costados. Amén.
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