El compromiso nos asusta y nos obliga. Eso no nos gusta, porque en muchos momentos no nos apetece cumplir y nos invade el gandulismo y la pereza. Amén de que nos tiente el placer y el propio egoísmo. Eso enciende una lucha que nos obliga a esforzarnos y a poner todas nuestras fuerzas en ejercitar nuestra voluntad, incluso contra corriente.
Y, claro está, que eso molesta y se hace duro. Por eso, muchas veces miramos para otro lado, activamos nuestros mecanismos de defensa y justificamos nuestra actitud cómoda, indiferente y pasiva. Jesús viene hoy a espabilarnos, y a decirnos que, Él viene a salvarnos, pero no a liberarnos del esfuerzo y la lucha de cada día. Necesitamos poner nuestra total colaboración para, injertados, eso sí, en el Espíritu Santo, triunfar y ganar la guerra contra las fuerzas del mal.
Por eso, el Señor no advierte y nos dice: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá
estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta
que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra
tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la
madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la
nuera contra la suegra».
Estamos avisados, y sabemos que cuando el camino se pone mal, son síntomas normales del camino. Es natural y lógico que esas cosas van a ocurrir, y que nuestro desierto personal lo tendremos que sufrir, pero sólo en él encontraremos al Señor. Dentro de esas luchas, de esas guerras y enfrentamientos podemos encontrar la verdadera paz, porque la paz del mundo no está en el mundo y sus ruidos, sino en el corazón de aquel que en el silencio de su vida es capaz de dejar todo y escuchar la voz del Señor.
Oh, Señor, danos la sabiduría de discernir y de ver la luz que nos alumbra el camino, a pesar de la lucha que cada día tendremos para avanzar firmes y seguros hacia Ti. Amén.
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