Nuestra afición natural es almacenar riquezas. Somos propensos a coleccionar, y hacerlo con los bienes y riquezas nos encanta. Pensamos que somos más poderosos y felices teniendo riquezas y bienes, y, por supuesto, nos gusta coleccionarlos.
Pero, el problema no es ese, sino el fin y el motivo de esas colecciones. Porque en cuanto sus fines sean para compartirlas con los que no tienen nada y lo necesitan, el fin es buenísimo, pero en cuanto sean para guardarlas y atesorar de forma egoísta, no sirven para nada. Las riquezas y bienes encarcelados no sirven de nada ni para nada. Son como basuras echadas al fuego. Acaso, sólo dan calor por unas horas.
Son gozos temporales, caducos, que como espejismos se diluyen en el vacío sin apenas disfrutar su presencia. Quedan pronto en el olvido. El Evangelio de hoy, (Lc 12,13-21), nos habla de ese problema, pero el corazón del hombre sigue embotado, endurecido y ciego sus oídos. No reacciona, y entrega su corazón al esfuerzo de almacenar riquezas pensando en que en ellas se esconde la felicidad.
Grave error, porque una felicidad temporal y finita no es una felicidad plena. Y cuando se trata de alcanzar felicidades a medias y caducas, hacemos mal negocio. Porque pronto quedamos sumidos en la tristeza y la desdicha. Se hace necesario almacenar riquezas que realmente valgan para tener vida plena y eterna, y ese tipo de riqueza es el amor.
Pidamos al Espíritu Santo que nos ilumine, y nos dé la sabiduría de saber coleccionar tesoros que nos sirvan para la verdadera vida, la que dura para Siempre. Tesoros revestidos y adornados por el verdadero amor, que siempre está reluciente y brilla eternamente.
Danos, Padre del Cielo, la sabiduría de discernir el verdadero valor, del verdadero, valga la redundancia, tesoro que nunca muere y va con nosotros a la verdadera vida vivida en el gozo eterno en la unidad contigo. Amén.
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