Toda nuestra vida hemos estado fiándonos. Abandonados en brazos de nuestra madre y padre; fiándonos de sus cuidados y amor; sin remedio porque no teníamos otra alternativa; confiados a la suerte de fuesen unos padres buenos. Toda nuestra vida hemos estado fiándonos, y, con más razón, debemos fiarnos de nuestro Padre Dios.
Quizás, como cuando pequeños en nuestras familias, no entendíamos muchas cosas que nuestros padres nos mandaban y exigían, pero, hoy, comprendemos y nos alegramos de haberles hecho caso. Igual nos ocurre con nuestro Padre Dios. Hay algunas cosas que quizás no comprendemos ni entendemos. Y nos resulta difícil fiarnos. Ese es el mérito de la fe, si así podemos considerar para entendernos. La fe que es un regalo de Dios para aquellos que confían, se fían, son dóciles y aguardan, a pesar de sus dudas, en la Palabra del Señor.
Revestidos de humildad y sencillez es como podemos acceder a esa confianza en el Señor. Y es en ese momento cuando Jesús, el Señor, nos toca con su Gracia y nos ilumina. Así le ocurrió a aquella mujer Samaritana, y a su paisanos que, confiados en ella, se acercaron a Jesús. Nuestro Señor sabe el momento que es propicio para darnos su Palabra reveladora. Sabe cuando deponemos nuestra soberbia y abajados de nuestro orgullo, nos revestimos de la suficiente humildad y sencillez para escucharle y abrirle nuestro corazón.
Esta Cuaresma puede ser un momento propicio y oportuno para no dejar escapar la Palabra de Dios. Un momento de Gracia y de Luz para abrir todo nuestro corazón y dejarla entrar para que inunde todo nuestro ser de su Luz y Misericordia, y transforme nuestro corazón. Pidamos ese regalo en este año misericordioso, para que nuestra particular higuera dé los frutos esperados pacientemente por el Señor. Amén.
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