En la medida que decides vivir y seguir al Señor, experimentas la pobreza y debilidad de tus fuerzas. Ves la película de tu vida necesitada imperiosamente de la Gracia del Señor. No puedes, ni siquiera atreverte a amar, y más, perdonar, sin su Concurso, sin su Gracia, sin su Amor. SIN MÍ NO PODÉIS HACER NADA (Jn 15,5b), nos dice el Señor en una ocasión.
Experimentas que todo depende y dependerá del Señor. Tú sólo tienes la oportunidad, porque así también lo ha querido Él, de decidir el camino a tomar. Puedes optar por el camino que el mundo te ofrece. Un camino de luces de colores, de éxito, de fama y riqueza; un camino de placeres, pasiones, sentimientos y dulzura limitada y temporal; un camino de alegrías efímeras y gozo inmaduro, imperfecto, intranquilo que conduce a la muerte.
O puedes elegir el camino, simplemente, de Cruz con el que Jesús te invita a recorrer el particular y propio calvario de tu vida. Una Cruz que, en principio, asusta, duele, mortifica, complica, inquieta, desespera, y se hace hasta pesada; una Cruz de dolor, de sudor y sangre, de incomprensiones, de insultos, de críticas que dejan huellas de sufrimiento. Un camino que no se entiende ni comprende sino cuando, a la hora de fruto maduro, el gozo, la paz y la felicidad emergen plácidamente y eternamente.
Una Cruz que libera, porque viene del Libertador, del Hijo que hace la Voluntad del Padre. Y el Padre quiere, busca y desea el bien de sus hijos. Un Padre veraz, que no engaña, que da la vida de su Hijo, y que nos ama con verdadera locura de Padre dándonos su misma Gloria para compartirla con nosotros.
No se puede pedir más. No sólo pedir, sino que no sabríamos pedirle eso. Él, en el colmo del Amor, se nos ha adelantado y nos ha regalado lo que nosotros no seríamos capaces ni de soñar, y menos pedir. ¡Padre, perdónanos porque no sabemos ni pedir ni, menos, entenderte! Postrados a tus pies te adoramos y bendecimos y, confiados a tu Misericordia, esperamos tu salvación. Amén.
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