Es verdad que las cosas se dicen y se piden con palabras, pero las palabras descubren sentimientos y nacen de experiencias que se experimentan, valga la redundancia, en lo más profundo del corazón del hombre. Y mientras no se experimente la necesidad de alabar y glorificar, así como de depender y pedir al Señor, nuestro Padre Dios, la oración saldrá fallida, incompleta o sin contenido.
La oración necesita el tiempo del descubrimiento de Dios. O lo que es lo mismo, de un encuentro con el Señor. No puedo orar con aquel que no conozco, ni del cual tengo experiencia de su muerte, pero sobre todo, de su Resurrección. Mientras los discípulos no experimentaron la Resurrección del Señor no se habían enterado de nada. Igual nos puede suceder a nosotros.
Jesús ha Resucitado. Sí, ese Jesús que se hizo Hombre y nació del vientre de María concebido por el Espíritu Santo. Sí, ese Jesús que fue ofrecido a María como su Hijo y que desvió los planes de aquella joven sencilla y humilde que aceptó ser su Madre según los planes del Padre. Una joven que, preparada por el Espíritu Santo, abrió su corazón a la llamada de Dios.
Tú, querido amigo y lector de esta humilde reflexión, no eres menos. Ni Tú ni yo. Somos hijos de ese Dios que anunció a Maria la concepción de su Hijo por obra y Gracia del Espíritu Santo. Y, quizás, por tu ansías y ganas de buscarles, y a través de estas humildes reflexiones de otro, que también le busca, estamos siendo llamados, como María, a responderle al Espíritu de Dios. No debemos asustarnos. También a nosotros el Ángel nos susurra que no temamos. Es el Señor quien nos llama y nos promete enviarnos como Él mismo fue enviado.
Creamos en Él. Abramos nuestros corazones sin aspaviento ni emociones. Tranquilos y en paz. Él nos saluda siempre así: "Paz a vosotros". Y el Espíritu de Dios transformará nuestros corazones de piedras en corazones de carnes, disponibles y dispuestos a amar como el mismo Jesús nos amó. Amén.
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