Parece una contradición, pero sin cruz no hay salvación. Y eso parece más escándalo que salvación. Claro, todos entendemos que la salvación es vivir bien, cómodamente y sin preocupaciones. Ser feliz no está relacionado con el dolor y sufrimiento. ¡De qué felicidad entonces nos habla Jesús?
Lo primero que hay que hacer, al menos yo, es confiar en Jesús. Su Palabra es Palabra de Vida Eterna, y Él nos revela el Amor de su Padre, y que le ha enviado para salvarnos. Entonces, aunque a ti y a mí nos parezca escandaloso lo que dice, démosle nuestra confianza y nuestra fe. Eso, en principio, se llama creer en Él y en su Palabra.
La parábola del hijo pródigo nos puede ayuda a entenderle. Él nos la ha explicado de forma muy sencilla y clara. El pecado del hijo menor, rechazando la Vida y el bienestar que le había dado su padre tuvo su cruz y tuvo que sufrirla y cargarla hasta cierto tiempo, donde creció en humildad y arrepentimiento contrito, hasta que, movido por el amor del Padre y la acción del Espíritu, regresó a casa.
También nosotros hemos pecado, y tendremos que superar esa cruz de nuestra humanidad limitada por el pecado. Para eso ha venido Jesús, a revelarnos y darnos el Amor del Padre, y a fortalecernos para superar la esclavitud del pecado. Ahí empieza nuestra salvación, cuando comprendemos y aceptamos cargar con nuestros propios pecados y, entregados al Padre, en su Hijo, Jesús, dejar que sean limpiados por su Amor y perdonados por su Infinita Misericordia. Somos el pródigo de la parábola cuando no queremos aceptar ese camino de cruz de regreso a la Casa del Padre.
Pero también, quizás, somos el hermano mayor cuando nos enfadamos porque otros, hermanos nuestros también, aceptamos la cruz de nuestros pecados y, humillados ante el Padre, nos abandonamos a su Amor Misericordioso. Pidamos esa sabiduría de la humildad y el arrepentimiento, para, ser servidores y acogedores de todos aquellos que, como nosotros, decidan emprender el regreso a la Casa del Padre. Amén.
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