Revestidos de humildad es el vestido que siempre debemos llevar puesto. Y digo revestido, porque nuestro corazón está manchado por el pecado de la soberbia y el orgullo. Somos mejores que los demás y estamos en constante competencia. Por eso, debemos esforzarnos en cada momento, por y con la Gracia de Dios, estar revestido de la humildad y la misericordia para ocupar los últimos puestos y no los primeros.
Porque Jesús nos dice: "todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado". Y fue precisamente eso lo que hizo Jesús durante su vida aquí en la tierra. Se despojó de su Divinidad para revestirse de naturaleza humana e igualarse con nosotros menos en el pecado. El creyente en Jesús tiene que ser un hombre humilde y en actitud de servicio. No hay otra forma ni otro camino.
Sabemos que no es fácil, pero, también sabemos que no estamos solos. Contamos con la Gracia y el auxilio del Espíritu Santo, y con Él podemos lograr esa actitud humilde y misericordiosa. Pero eso nos exige oración, esfuerzo perseverante y fiarnos de su Palabra. Y, sobre todo, alimentarnos con su Cuerpo y Sangre en la Eucaristía bajo las especies de pan y vino.
Pidamos con todo nuestro esfuerzo recibir esa Gracia Divina e, injertado en el Espíritu Santo, caminar confiados en su Palabra y abiertos a su Gracia experimentando como nuestro corazón, quizás altivo y altanero, se va transformando en un corazón de carne suave, sencillo y humilde. Amén.
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