A nadie se le esconde que llamamos cielo al lugar donde lo pasamos bien y donde reina la paz, la alegria y el gozo pleno. Y ese lugar, al que todos queremos ir, nos gustaría que fuese eterno, es decir, para siempre. Claro, lo bueno nadie quiere que se acabe. Pue bien, es indiscutible que todos queremos ir a ese Cielo, pero, para ello necesitamos que nuestros frutos sean buenos. Y, por supuesto, lo primero que tenemos que hacer es dar frutos, y lo segundo, que sean buenos.
Al final de nuestras vidas, quieras o no, quedarás juzgado por tus frutos. No hará falta mirar que has hecho, ni, siquiera, preguntarte por esto o por lo otro. Tus frustos dejarán claramente la huella de el resultado de tu vida, pero, ¡hay más!, no sólo importará que haya buenos y muchos frutos, sino la actitud de cómo los hayas cosechado y dado. Porque, si se ha hecho buscando tranquilizar tu conciencia, o buscando algún interés o beneficio, ya sea prestigio, fama o admiración...etc., nada ha valido.
Sólo cuenta el amor. Un amor desinteresado, gratuito, entregado sin condiciones y dado en servicio por amor. Esos, por pequeños que sean, son los buenos y verdaderos frutos que tienen valor en el Cielo. En ese Cielo al que todos aspiramos y queremos ir.
Aprovechemos este momento y esta humilde reflexión para, juntos y confiados en el Señor, pedirle que nos transforme nuestros corazones y nos los cambie en unos corazones entregados al servicio y la caridad por verdadero amor. Te lo pedimos, Señor, Amén.
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