Lo hemos experimentado de muchas maneras y con bastante frecuencia. El caminar por este mundo alejado de Jesús equivale a quedarnos a merced del príncipe del mundo - demonio -. Y esto significa que nuestros frutos serán malos o escasos, por no decir ninguno.
Y es que, caminar solo y sin la presencia del Señor, es entregarnos a los placeres, engaños y tentaciones que el mundo nos presenta. A pesar de nuestra voluntad y nuestra lucha, el mundo nos puede y nos vence.
Y es que, caminar solo y sin la presencia del Señor, es entregarnos a los placeres, engaños y tentaciones que el mundo nos presenta. A pesar de nuestra voluntad y nuestra lucha, el mundo nos puede y nos vence.
Necesitamos permanecer en el Señor. El mismo nos lo dice: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor». Está claro, si quiero dar frutos necesito permanecer en la Vid - el Señor - y dejarme alimentar hasta que su savia riegue todo el sarmiento y dé origen al fruto.
Y esta permanencia, como nos ha dicho el Santo Padre Francisco, debe ser una permanencia activa, inquieta y disponible a dejarse llevar e impulsar por la acción del Espíritu Santo. Un Espíritu Santo que nos fortalecerá y nos dará la voluntad necesaria para entregarnos al servicio, por amor, a los más necesitados y pobres. Que, muchas veces, pueden estar muy cerca de nosotros y, quizás, no los veamos o no percibamos sus carencias y necesidades.
No pensemos en árboles, hablando metafóricamente, que presentan deterioros físicos y en apariencias graves, sino en otros que, aparentemente en buen estado, sus raíces están podridas y necesitadas de una limpieza y abono para poder revitalizarse y dar frutos. Pidamos la luz y la fortaleza que nos den la vitalidad y la sabiduría para detectar donde podemos dar esos frutos de amor. Amén.
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