Somos humanos y eso significa que estamos compuestos de materia y espíritu. Por tanto, necesitamos cosas materiales para sostener nuestra materia - cuerpo humano - pero, también, las espirituales para alimentar nuestro espíritu. Sabemos, y nos lo revela nuestra razón y nuestra experiencia, que nuestra vida material - humana - se acaba.
Todos sabemos que un día - tarde o temprano - tendremos que morir. Eso es tan cierto como la vida misma. Por tanto, es algo de poco valor buscar la felicidad para este pequeño espacio de tiempo del que se compone nuestra vida. Porque, esa felicidad se acaba pronto y porque no podremos sostenerla mucho tiempo dentro de este espacio y tiempo que llamamos vida. Hay ratos en que nos aproximamos a ser felices, es decir, sentirnos bien, y otros que dejamos de serlo. Incluso sufrimos y pasamos dolor.
Esa felicidad es incompleta y no da la talla a la plenitud que nosotros buscamos y queremos. Por tanto, intuimos y sabemos que hay otra felicidad. Precisamente de la que nos habla Jesús, y que nos dice que no está en las riquezas y bienes de este mundo. Para ello nos expone un ejemplo, una parábola que nos lo explica muy claro - parábola del rico insensato (Lc 12,13-21) - y que nos invita a reflexionar profundamente.
Pero hay un problema gordo, adentrarte en esa reflexión desde tu humanidad y sin el concurso del Espíritu Santo. Porque, tu humanidad está inclinada a lo inmediato, al placer y a la buena vida, creyendo que es ahí donde está tu felicidad. Y los planes de Dios son otros y, aunque pueden parecer dolorosos, sacrificados, difíciles y duros de soportar - la puerta estrecha (Mt 7, 13-14) - es el único y verdadero que te lleva a esa Felicidad Eterna, plena y gozosa que andas buscando.
Por tanto, hagamos esa reflexión abiertos a la luz del Espíritu Santo pidiéndole que nos ilumine y nos dé la sabiduría y la fortaleza de poder recorrerlo. Amén.
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