Nos pasamos toda la vida buscando saciarnos tanto de alimentos como de felicidad. Buscamos el alimento, no solo del cuerpo sino del alma pero, llegamos a cansarnos al quedarnos siempre insatisfechos, o, dicho de otra forma, no llegar nunca a satisfacernos plenamente. El peligro está escondido en que nos acostumbremos y lleguemos a resignarnos. ¡No hay tal alimento!, y nos establecemos en la mediocridad, en la tibieza y en la convicción de solucionar nuestros problemas como el mundo nos da a entender. Y, lo peor, a esperar que llegue, resignado, la hora final de nuestra vida.
¿No te das cuenta que si buscas y deseas encontrar un alimento que te satisfaga plenamente, es que existe ese alimento? ¿Quién ha puesto ese deseo dentro de ti? ¿Lo tienen los animales? Ellos, una vez satisfechos no quieren más, se siente llenos y a descansar y dormir. Sin embargo, tú y yo nunca quedamos llenos, siempre queremos y buscamos más. Claro, no lo encontramos porque en este mundo no está. Es Jesús quien nos lo da. Él es el Pan bajado del cielo que viene a satisfacer ese deseo interior de nuestra alma de Vida Eterna.
Danos, Señor, ese Pan que, quizás sin saberlo, ignorándolo y ciegos a tu Palabra dejamos escapar, o no acogemos como el verdadero alimento que nos da esa Vida Eterna que, equivocadamente buscamos en este mundo caduco y perecedero. Danos esa sabiduría de entender tu Palabra y escucharla confiado y dispuesto a hacerla vida en nuestras vidas.
«En verdad, en verdad os digo: No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo». «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed».
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