Puede ocurrirnos que nos creamos responsables de que otros no escuchen la Palabra. Incluso de que pasen indiferentes ante ella, y eso nos haga sentirnos fracasados y víctimas de nuestro mal testimonio. Sin embargo, no debemos caer en esa trampa que nos tiende el Maligno, porque aunque nuestro testimonio y palabra fuesen ejemplar, la última Palabra la tiene siempre el Espíritu de Dios.
Él es el que convierte y transforma, tanto nuestro corazón como el corazón de los que escuchan su Palabra a través de la tuya. Eso no descarta nuestro esfuerzo y voluntad en dar todo lo que podamos y en esmerarnos en vivir auténticamente en verdad y justicia, pero nunca será nuestro testimonio el que convertirá sino la acción del Espíritu Santo que habita en nosotros.
La confesión de Pedro, el Evangelio de hoy, Mt, 16, 13-19, nos deja de forma clara las Palabras de Jesús a este respecto: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto
la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Eso nos anima y nos descansa, porque independientemente que nuestra entrega y esfuerzo sean al cien por cien, la cosecha y frutos serán por y para Gloria del Señor, verdadero protagonista.
Te damos gracia Señor porque nuestra responsabilidad y nuestro esfuerzo descansan y están garantizados en Ti. Ayer nos invitaba a descansar y apoyarnos en Ti, y hoy, alegres y renovados por tus Palabras cantamos a tu Gloria y nos abrimos, como tus apóstoles, a tu Espíritu. Amén.
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