Es evidente, sólo hace falta mirarnos un poco para descubrir nuestras intenciones innatas a aparentar y dar la imagen que no somos. Gustamos de presentarnos como los mejores, a al menos como personas intachables, buenas, generosas, comprensivas, atentas... y un largo etc. Queremos ser admirados, ejemplo para los demás, tener privilegios y honores por lo que representamos y significamos en el mundo en que vivimos.
Nos gusta oír alabanzas y proclamas de nuestra valía y en consecuencia actuamos procurando que nos vean y se deslumbren por nuestras obras. Obras que exponemos y presentamos delante de los demás y que cubrimos de falsas apariencias, porque lo que nos importan es que los demás vean y crean aunque el testimonio se apoye en mentira e hipocresía.
Ese es nuestro pecado, mi pecado. Creo que nadie escapa a esa tentación que nace y vive dentro de la naturaleza de nuestro corazón. Estamos heridos y tocados por ese aguijón que el Maligno, muy inteligente, sabe aprovechar y utilizar en su favor. Por eso, Jesús que nos quiere con la locura de su Padre, nos advierte, nos aconseja y enseña que no seamos hipócritas sino auténticos, y actuemos en verdad y escondidos a la alabanza y admiración de los hombres, porque sólo una es la causa de nuestro amor: La Gloria de Dios.
Señor, sana nuestra soberbia, que nos enferma y nos hiere, y nos deja a merced de nuestro egoísmo, y arranca nuestro pecado que nos invita a falsear nuestros actos buscándonos a nosotros mismos ante que buscar tu Gloria.
Porque sólo Tú, Señor, eres digno de ser Alabado y Glorificado por los siglos de los siglos. Amén.
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