La experiencia me pone sobre la mesa el compromiso de cada día sobre el perdón. Si soy de los que rezo cada día el Padrenuestro, soy de los que pido que me perdonen mis ofensas en la medida que yo hago lo mismo con aquellos que me ofenden a mí. Pero, lo único verdaderamente importante no es el decirlo ni cuántas veces lo digo, sino si realmente lo hago.
Eso es lo que descubre y deja patente la medida y la verdad auténtica de mi fe. Porque, si lo digo, rezándolo públicamente, y luego, públicamente no lo cumplo, ¿dónde dejo y en qué lugar mi fe?
Es evidente que mi testimonio es pésimo y en lugar de dar un buen ejemplo lo que transmito es contradictorio a la fe que quiero y profeso. Otra cosa es que arda en deseos de perdonar y me encuentre con la dificultad de que mi egoísmo, consecuencia de mi naturaleza pecadora, se resista al perdón.
Pero, eso Señor, es el paso previo a reconocerme pecador y a creer que, contigo, Dios mío, puedo alcanzar y transformar mi corazón egoísta en un corazón bondadoso y dispuesto al perdón incondicional. Por eso, desde este pobre y humilde rincón de oración, yo, Señor, humildemente quiero pedirte la fuerza, la sabiduría y la fortaleza de enfrentarme a la dura labor de perdonar a todos aquellos que me ofenden y, sobre todo, a mis enemigos.
Sé, Señor, ya lo he experimentado, que yo solo no puedo. Es más, el mundo me puede y me vence, pero, yendo contigo, Señor, y abierto a la Gracia de tu Espíritu, soy otro y mis pobres fuerzas se engrandecen y se sienten fuertes para doblegar mis egoísmos y salir de mi mismo para darme en servicio a los demás. Gracias, Señor. Amén.
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