Puede ser que eso nos esté ocurriendo. Cada día rezamos, ¿pero nuestra oración está motivada, vivida desde los acontecimientos de la vida, o, simplemente es pura rutina y formulismo? Porque cuando se reza, se pide fuerzas para cambiar eso que nos preocupa y nos amenaza, ya sean problemas o dificultades que hemos de soportar.
También, hay momentos de oración de intersección para cambiar algo que a nosotros está vedado. El ritmo o destino de la naturaleza solo la puedes cambiar Tú, Señor, y eso te pedimos muchas veces. Pero, en muchas otras cosas te pedimos favores que nos corresponden a nosotros cambiar, y, pensamos, que con pedir tenemos. La indiferencia nos puede llevar a creernos que ahí empieza y termina nuestra oración.
Cada oración tiene un compromiso, y si el compromiso no aterriza en la vida, la oración puede evaporarse y confundirse en el aire del mismo cielo. La oración supone frutos, y esos frutos son consecuencias de nuestra acción de cultivar la propia oración. No salen por arte de magia. Sí, necesitan la Gracia, sin ella es como tierra sin agua, pero la Gracia cuenta con nuestra propia tierra, nuestra oración amasada con el estiércol de nuestra vida. Y es ahí donde se producen los frutos que Dios espera.
Hagamos una oración comprometida, cultivada en la tierra de nuestro ser, y abonada con el acontecer diario de nuestra vivencia en Cristo Jesús y guiado por su Espíritu.
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