Y no arriesgamos nada, ni siquiera nos esforzarnos en tener fe y menos en confiarnos. Lo que no vemos o no nos convence, e incluso va contra nuestros intereses egoístas, lo rechazamos. No apostamos sino por lo que vemos, y lo que vemos es que cada uno tiene lo que trabaja y consigue, muchas veces de forma injusta y oscura.
Y cerramos nuestro corazón a toda buena intención, porque preferimos lo que vemos y lo inmediato. Nos falta fe, pero sobre todo confianza, confianza en el Padre que nos salva eternamente. Vendemos nuestra eterna felicidad por un puñado de años, de los cuales la mayoría no lo pasamos felizmente, pero somos tercos y ciegos para ver donde tenemos que ver.
Y venga quien venga, nos hable quien nos hable, cerramos nuestros oídos y nuestros ojos para ver solo lo que nos interesa y lo que coincide con nuestros intereses y egoísmos. Quizás nos falte alguna tempestad que nos sacuda y que nos haga pensar seriamente, pues claro está que en la seguridad no veremos la luz, porque hace falta arriesgar y aventurarnos para salir afuera y ver la luz.
Danos esa oportunidad de poder ver y de saber elegir el camino que nos abra nuestro corazón para dejar entrar la luz que verdaderamente ilumina nuestra vida. La luz que importa, la que prevalece, la que nunca se apaga y siempre nos mantiene iluminados y vivos. Amén.
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