Cuántas veces hemos leído y oído el Evangelio. Algunas veces al empezar a leer algunos he sentido la tentación de que ya me lo sé, o de que lo mismo de siempre. Sí, somos tan humanos y pecadores que no somos capaces ni de levantarnos del suelo sin la Gracia del Señor.
¡Tantas veces que si el viento las devolviera nos enterrarían de palabras! Son palabras muertas, que hemos oído, pero casi no escuchado, y que se quedan en el vacío y se borran con la brisa y el tiempo. Son palabras que no viven ni dan vida, yacen muertas en la oscuridad y dan frío y tristeza. Son palabras que nos arrastran al precipicio, nos confunden y terminan por matarnos. Son palabras no de vida, sino de muerte.
Porque la Palabra de Dios es Palabra de Vida Eterna; es Palabra de verdadera Vida, que levanta y pone en camino. O que abaja y abre el corazón para implicarse en el solidario y fraterno mundo en el que vivimos. Es Palabra que cuando se escucha, no se oye, se acoge en el corazón, y lo revuelve y hace latir al cien por cien. Y bombea la Gracia de Amor recibida, del Dios Padre e Hijo y Espíritu Santo, y alegra, hace feliz y fortalece, hasta el punto de cambiar radicalmente tu vida como experimentó Zaqueo.
Hoy quiero pedirte, Señor, esa Palabra. Palabra que no se quede en mi boca ni en mi lengua. Palabra que entre en mi vida y anide en mi corazón. Palabra que explote en el volcán de mi pobreza y esparza todo mi ser en darme y compartir sin medida ni exigencias. Palabra que sólo Tú tienes y das gratuitamente.
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