Mientras en muchas partes del mundo la gente se enfada porque no pueden ver la televisión o no tienen la suficiente cobertura para tener una buena imagen, otros lugares piden simplemente poder tener lo suficiente para vivir. Carecen de agua y luz, y sus condiciones de vidas son casi inhumanas y ponen sus vidas en peligro.
No nos damos cuenta lo que tenemos, y ya no valoramos las cosas imprescindibles para que exista la vida y se pueda vivir. Todo eso me devuelve a mi infancia, donde no teníamos tele, ni casi cine, y la luz se apagaba a las doce de la noche. Sin embargo, no me recuerdo triste, ni aburrido ni enfadado. Vivíamos feliz con las carencias que cada época trae.
Supongo que para muchos tener agua, luz y una vivienda digna será lo suficiente para sentirse bien y alegre. Mientras otros aspiran a casas más cómodas, lujosas y con añadidos mayores. En la medida que se tiene, se aspira y desea más. Y en la medida que subimos nos ensoberbecemos más y sentimos que tenemos derecho a eso y a más. Perdemos nuestros orígenes y dejamos de ser agradecidos y exigimos más. Todo se convierte en derechos y casi desaparecen los deberes y la gratitud.
Es el caso del Evangelio de hoy. De aquellos diez leprosos, sólo uno recordó su pasado y valoró el presente de experimentarse curado. Los otros nueve perdieron el sentimiento del agradecimiento y percibieron el derecho a ser curados.
Puede que a nosotros nos pueda estar pasando lo mismo. Por eso, arrepentidos de poder experimentarnos así, nos postramos ante el Señor para pedirle perdón y expresarles nuestra gratitud por todo los bienes recibidos cada día. Es posible que no nos sintamos satisfechos de muchas cosas, pero, ¿nos las merecemos? Tenemos la vida y lo necesario para seguir caminando, y, sobre todo, la esperanza de alcanzar esa vida que todos buscamos donde reine la paz, la justicia y el gozo eterno. ¡Qué más podemos pedir!
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