Sucede que en muchos momentos de euforia, de sentirnos fuertes y satisfechos, obviamos la necesidad de pedir. Parece que sólo pedimos cuando la necesidad nos apremia, y fuera de eso, el pedir se nos olvida. Sin embargo, cada día nuestros pecados se acumulan en montones: entran malos pensamientos, muchos impuros; se nos cuelan sentimientos de codicia, de odio, de avaricia, de ambición; nuestros apegos doblan nuestras espaldas y nos someten y encadenan. Experimentamos que nuestra libertad es sólo aparente, pues estamos sometidos a nuestra humanidad débil y pecadora.
Sin embargo, nos olvidamos de pedir; sin embargo, desfallecemos a nuestra insistencia y persistencia en el pedir. Ese desfallecer descubre nuestra poca confianza y nuestra frágil fe. Pensamos que nuestro Padre Dios no nos escucha ni nos oye. ¡Para qué pedir! Seguimos igual y no ocurre nada.
¿Dónde está nuestra fe? ¿Es que no somos hijos de Padre Dios? Y a un Padre tan Bueno, ¿cómo nos olvidamos y desfallecemos en nuestra insistencia de pedir? Queda al descubierto que nuestra oración no es una oración necesitada sino impuesta por el sistema rutinario de la práctica y el cumplimiento. Y el efecto es el contrario: cuanto más dejo de rezar, más se deteriora mi vida en relación con mi Padre Dios.
¡Señor, necesito de Ti! Hazme raíz que busca el agua para poder vivir y que sin ella muere. No permitas que mi vida se complazca en las cosas de este mundo, caducas y vacías, sino lléname de tu Gracia y de tu Amor para que sienta siempre el hambre y la sed de mendigar tu Misericordia.
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