No se puede ir sin el Espíritu Santo. Él es el paráclito que nos defiende, que nos asesora, que nos auxilia y nos fortalece. Por eso, lo recibimos en nuestro bautismo y desde ese momento camina con nosotros. Claro, hay una condición, no se impone ni se exige. Es una decisión libre que tú y yo tenemos que desear y querer y abrirles las puertas de nuestros corazones.
Tremendo error los que lo ignoran, bien sea por desconocimiento o ignorancia. De ahí la necesidad de acercarnos y formarnos. Y la mejor formación es la escucha de la Palabra cada día. Bien, leyéndola o escuchándola en las homilías de las Eucaristías. La reflexión diaria es sumamente necesaria para formarnos y guiarnos orientándonos en el camino a seguir. Pero, no porque la escuchemos o leamos de alguien en particular, bien o medianamente formado, sino porque lo hacemos desde la confianza, la petición y la fe en el Espíritu Santo. A Él nos encomendamos y en sus Manos nos ponemos.
Cada mañana, es vital llamarlo y abrirnos a su acción. Nos lo ha recomendado el mismo Jesús cuando en su Ascensión dijo a los apóstoles: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré - Jn 16, 7 -.
El Consolador al que Jesús se refiere es el Espíritu Santo, que nos consuela, defiende y nos va señalando el camino y todo lo que nos conviene y nos falta por saber. El Espíritu Santo nos da la sabiduría para decir lo que tenemos que decir en los momentos oportunos aunque nosotros no lo percibamos o no nos demos cuenta.
Es ahora, después de mucho tiempo y haber sucedido muchas cosas en mi vida cuando te das cuenta que en lo ocurrido en aquel momento estaba el Espíritu Santo. Ahora tomas conciencia de que en muchos momentos sucedió aquello porque el Espíritu Santo actuó. El Espíritu de Dios está entre nosotros y será el que nos llevará a la presencia del Padre si nosotros nos ponemos en sus Manos. Pidamos que siempre estemos dispuestos y abiertos a su acción. Amén.