Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». (Lucas 23,44-46)
Y la Palabra enmudeció, inmersa en el último silencio. Abandonada en los brazos del madero de la cruz, después del último grito, entró en el silencio. ¡El silencio nunca fue tan grande ni la oscuridad tan densa! Se apagó la luz, la que ilumina a todo ser humano que viene a este mundo. La Palabra calló, la que dijo y todo fue creado. Suspendida, la tierra esperaba y el corazón del mundo latía en el anhelo de la noche que prepara el amanecer de tu resurrección: como nuestra esperanza para que la vida resurja en tu vida de Señor resucitado. Amén.
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