No tendría ninguna lógica la venida del Espíritu Santo si no fuese que la Misión del Señor quedó imcompleta. Los apóstoles no entendieron muchas cosas, por no decir casi ninguna. Y a nosotros, la Iglesia, que continúa su Misión a través de los apóstoles, tampoco entendemos mucho. Es el Espíritu Santo quien nos va guiando y revelándonos muchas cosas que no llegamos a entender.
Por eso, Jesús nos dice que se queda con nosotros hasta el fin del mundo. No puede ser de otra forma. Al darnos libertad estamos constantemente en peligro. Imaginemos a un hijo que lo dejamos en libertad. Estamos constantemente vigilándolo. Y más, en nuestro caso, que estamos tocados y heridos por el pecado. El Maligno nos puede y necesitamos la fuerza y la sabiduría del Espíritu.
No podemos quedarnos desguarnecidos ni a la intemperie espiritual. Necesitamos la Gracia del Espíritu para la lucha diaria contra nuestra voluntad. Porque muchas veces hacemos lo que no deseamos hacer. Nuestras apetencias nos pueden, nos arrastran y, a pesar de que entendemos que no debemos, nos vencen. Por eso, necesitamos la fuerza del Espíritu Santo, para en Él poder y vencer.
Y eso nos exige oración, perseverar y permanecer en el Señor. Cumplir y vivir ese cumplimiento, no sólo de palabra sino también de vida. Porque sólo así estaremos hermanados con el Señor y, coherederos con Él, de la Gloria del Padre.