Ser capaz de aguantar tantas insolencias, tantos rechazos, tantos desplantes, tantos... sería casi imposible de enumerar. Desde nuestros primeros padres, Adán y Eva, te has quedado plantado esperando una suave palabra o una mirada tierna y dulce. Y nadie se ha quedado para consolarte.
Y, todavía hoy, sigues esperando que el hombre, tu criatura, se digne mirarte y pedirte que lo perdones. Y algunos nos atrevemos a pedírtelo, pero no queremos saber nada de nuestros hermanos, tus hijos también, en cuanto a perdonarles a ellos.
Y Tú, Señor, nos dices que no nos puedes perdonar si no perdonamos también nosotros. No primero, porque Tú ya nos has perdonado. Desde el principio. Nos has creado y perdonado al mismo tiempo. Diría que hemos nacidos perdonados, sin embargo, ¡que duro de corazón somos!, cuanto nos cuesta perdonar.
Cuanto debes confiar en nosotros, Señor, cuando te atreves a perdonarnos primero sin haber perdonado nosotros a los que nos han ofendido. Realmente, Dios mío, confías mucho en nosotros. ¿Y cómo te correspondo? Ni caso te hacemos cuando tenemos que perdonar. Siempre primero mi soberbia, mi vanidad, mi egoísmo... No soy capaz de abajarme, pero a ti si te pido que te abajes.
Y lo haces, y me lavas los pies. ¡Dios mío, siento vergüenza! ¿Cómo no voy a perdonar yo también a mis hermanos? Pero, Tú lo sabes, Señor, me cuesta, se me hace cuesta arriba, sólo no puedo. Necesito de tu Gracia, de tu poder, de tus fuerzas, de tu paciencia, de tu misericordia... de tu Amor.
Lléname, Señor, de tu generosidad para que, asistido por el Espíritu Santo, sea capaz de hacerme pequeño, humilde, paciente, suave y bondadoso para, tratar a mis hermanos como Tú, Padre querido, me tratas a mí. Amén.
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