Momentos de tensión, de miedos y huidas. Todo parece perdido, acabado, terminado. Se ha muerto la esperanza de la libertad, de la bondad, de la justicia, del amor... ¿Qué vamos a hace ahora? Esas y otras muchas preguntas podrían ser las que en aquellos momentos tristes y amargos se hicieron los apóstoles y discípulos de Jesús.
Y quizás también nosotros nos la hacemos ahora. O peor todavía, porque puede ocurrir que nosotros ni nos las hacemos. Permanecemos impávidos, instalados y cómodos en nuestra zona de confort que, a pesar de nuestras emociones y compasión, decidimos quedarnos, estar al calor de lo seguro, del Egipto esclavizador, pero con el estomago lleno.
No nos atrae el desierto, la inquietud, la pregunta, el riesgo, el camino, la confianza... Nos jugamos nuestro gozo y eternidad a la peor carta, el inmovilismo y la desidia. Se apaga nuestra fe, aunque permanece nuestra confianza dormida y subyugada por los apegos y las comodidades. Por eso necesitamos desierto y penitencia.
Pidamos la Gracia de ponernos en camino, de no mirar hacia atrás, de poder a la tentación del placer, de lo fácil y cómodo. Pidamos la Gracia de experimentar el verdadero amor, que nace del desprendimiento de uno mismo, de la disponibilidad de entregarse, del tomar, bendecir, repartir y compartir. Pidamos la Gracia de sabernos pequeños, pobres, inservibles para amar, siervos de poca valía, pero grandes en y por la Gracia del Señor, y, por Ella, capaces de amar y ser amados.
Nace la esperanza, porque mañana, a la madrugada, nuestro corazón sentirá el impulso de que el Espíritu Santo estará dentro de nosotros para hacer realidad todas esas inquietudes que nos impulsarán en el camino hacia la Casa del Padre.
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