Porque cada día trae nuevas aspiraciones, nuevos pasos que nos llevaran al último y definitivo encuentro al que todos estamos llamados. Precisamente, ayer sobre las 22 hora canaria, una gran amiga en la fe, con la que he compartido momentos de Eucaristía y de compartir en la fe, así como apostolado, terminaba su periplo por este mundo. Había llegado al final, compartiendo tristeza y dolor, para, en Manos de Jesús, convertirlas en alegría y gozo como Él mismo nos dice hoy.
Cada día se convierte en una oración de veinticuatro horas. Una oración en la que te relacionas con el Padre Dios, injertado en Jesús y asistido por el Espíritu Santo, a través de los momentos, situaciones y vivencias que el propio día te ofrece.
Cada día trae su pena y alegría, y tanto lo uno como lo otro son ofrendas de amor presentadas al Padre. Porque el Señor tomará de todo, y todo lo convertirá en dulce gusto al paladar. En Él todas nuestras penas, sufrimientos, dolores y también alegrías cobras su mayor plenitud, y retoman sentido al transformarse en gozos y alegrías.
Cada día es una buena oportunidad, por la que damos gracias, de vivir la vida, de poder reivindicar nuestro amor al Padre en los hermanos; de tener una nueva oportunidad de testimoniar nuestra fe; de ponernos en Manos del Espíritu Santo y alabar al Padre del Cielo.
Cada día se nos regala una nueva ocasión de poder ganarnos, entre comillas, la posibilidad de decirle que sí a Jesús y dar la vida, en los hermanos y en las pequeñas cosas de nuestro propio mundo, por Él. Amén.
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